IMPORTANCIA DE LOS CONVENTOS EN LA CONFITERÍA MEXICANA.
Eran tiempos de la colonia, el
mestizaje del país se cocinaba en todos los ámbitos: el lenguaje, los
edificios, la taza urbana, los rituales religiosos, la descendencia. Convivían
españoles, criollos, mestizos, indios y esclavos negros. Pero donde el
mestizaje se practicaba cotidianamente era en el fogón, allí donde los
productos del viejo continente y los de América forzosamente convergían en el
afán de crear algún platillo a semejanza de las tradiciones españolas, o con la
inventiva que los sabores, los colores y el legado prehispánico de esa latitud
más tropical proveían. Comer era asunto de todos los días así que en el fogón
de las familias acomodadas y en el de los conventos, donde las mujeres
españolas, criollas, negras e indias concurrían nació la cocina mexicana, mestiza
por definición, pródiga e imaginativa por geografía y desesperación.
Fue en los conventos donde la
dulcería mexicana se acunó, con el arrullo de los rezos y cantos; en el frescor
del recinto, entre hábitos carmelitas, dominicos, teresianos, jerónimos. Con
metate y mortero, molcajete y batidor, se creó el mosaico colorido y dulce,
acompañado del asombro por la química de
los procesos y la búsqueda de formas, colores y sabores. Razones hay muchas;
era necesario que aquellas 15 fundaciones religiosas, que existían a mediados
del siglo XVII en la capital del virreinato, encontraran maneras de retribuir a
los benefactores o de vender sus productos para el mantenimiento de los recintos y de las 1,000 mujeres
enclaustradas que el ellos vivían. Por eso la dulcería, una forma de alago,
encontró un espacio para su desarrollo pleno en la paz conventual. Tal vez fue
en el espacio conventual, en el que el mestizaje de pieles no era posible,
donde las religiosas encontraron otra forma de signar su descendencia: el
dulce.
La población femenina de los
conventos tenía una estratificación particular, ya que por cada monja había de
tres a cinco esclavas o criadas. Considerando esta organización por clases, es
de suponer que el dulce haya nacido de la conjunción de la procedencia europea
de los recetarios, las tradiciones españolas y los conocimientos de las indias
y esclavas negras o mulatas, ya sea en la cocina particular de cada celda o en el
espacio común.
La dulcería es una de las formas
del barroco mexicano: sus expresiones caprichosas, la exaltación de forma y
sabor, la vitalidad de un amplio repertorio nacido en geografía asiática y
renovado con los frutos y las espacias mexicanas.
El apogeo del dulce mexicano en
Europa marca el arranque del dulce mexicano, que habrá de naturalizarse,
excederse, deleitar con sus diversas presentaciones y ser el precursor del
dulce regional del México actual. Sin la caña de azúcar que los europeos trajeron
a América, que a su vez los árabes habían introducido en territorio ibérico
desde la India, no hubiera sido posible obtener el azúcar, cuyo modo de
extracción también era técnica árabe. El azúcar es el ingrediente primerísimo
de la dulcería y del carácter de esta palabra.
El chocolate también tuvo un
papel muy importante de la cocina conventual ya que durante la colonia, el
consumo del chocolate fue una verdadera pasión “que llegó a comprometer la
conducta de los católicos ante la autoridad eclesiástica”. En algunos conventos
se prohibió o racionó su consumo; en otros, las religiosas dieron muestra de
maestría chocolatera. Las mujeres lo bebían durante los oficios de la iglesia.
En Chiapas, se cuenta que el obispo detractor del chocolate que se servía durante
el oficio religioso murió envenenado en su casa.
Con la llegada de ingredientes,
técnicas y gustos culinarios, se importaron maneras y enseres para equipar la
cocina y satisfacer las necesidades de los españoles. La cocina se tapizó de
mosaico de talavera; se colgaron los cazos de barro, los de cobre o hierro y
los cedazos.
Hacia 1717 , la cocina del
convento dominico de santa Rosa de Puebla, donde se inventó el mole, contaba
con fogones de calicanto, a cuyo constado estaba una pila de agua dulce corriente
y el bajo de azulejos proveía de agua caliente y fría.
El convento agustino de Santa
Mónica , también en Puebla, el fogón de la cocina, del siglo XVII era
semicircular con cinco hornillas y estaba separado del muro y forrado de
azulejos blancos y azules.
La inventiva dulcera fue en gran
medida prueba y error, observación de la mudanza de ciertas propiedades de los
ingredientes: el azúcar que en el agua se volvía líquida y con en fogón se
caramelizaba; las claras de huevo que se esponjaban con el aire, o las yemas
que liaban y barnizaban.
En el siglo XVI, la fabricación
del dulce mexicano corría a cargo, principalmente de los conventos de monjas
que necesitaban sufragar sus gastos. Los conventos urbanos no eran
autosuficientes. El dinero de los conventos provenía en parte de las dotes de
las monjas, del donativo de los patronos y de los objetos piadosos o
especialidades culinarias de las religiosas. Otra forma en que las monjas se
hacían de ingresos era a través de la educación de niñas y jovencitas de familias
acomodadas.
El cronista Carlos Zolla nos
explica que la factura y el consumo de productos hechos con azúcar estaban
directamente relacionados con el papel social de las monjas, relegadas al
ámbito de la cocina, pese a que su pertenencia al convento las colocaba en una
posición superior frente al resto de las mujeres, con excepción de quienes
habitaban la corteo pertenecían a familias encumbradas. Sin embargo, a través
del dulce las monjas podían estar muy cerca de las esferas del poder.
CATÁLOGO DULCERO.
Josefina Muriel, estudiosa de la
cocina conventual, refiere las especialidades de diversas órdenes y regiones:
Las monjas de la Concepción hacían ricas empanadas; las de San Bernardo, toda
clase de dulces y conservas, además de confeccionar bizcochos; las de la
Encarnación eran especialistas en chicha y miel rosada; el convento de San
Jerónimo tenía los calabazates por especialidad; en San Lorenzo se distinguían
por sus alfeñiques y caramelos; En Santa Catarina se hicieron toda clase de
dulces y empanadas. Eran reconocidas las jaleas de las bernardinas, las
mermeladas de Balvaneras y los Buñuelos de San José de Gracia. Las monjas de
Santa Teresa eran famosas por sus panes rosas o marquesotes, y las capuchinas
de Nuestra Señora de Guadalupe, por el más rico chocolate de la ciudad.
Puebla se lleva las palmas entre
las monjas dulceras. Allí se elaboró el turrón amarillo y la leche de mamey.
Fue en Puebla donde, con la pasta almendrada de los mazapanes, se moldearon
frutas en miniatura. Fueron famosos los tamales cernidos de Santa Mónica, así
como las yemas reales, los alfajores, las rosquillas de almendras, los
polvorones y jamoncillos, los guisados de pasas, los camotes y los dulces de
las clarisas. Se cuenta que en Santa
Clara se inventaron los famosos camotes cuando María Josefa quiso alagar a sus
padres enviándoles a Paseo aquellos tubérculos a los que hubo que idear una
manera de conservarlos para el viaje. Las cajetas de las clarisas tenían gran demanda pública.
En Puebla, las agustinas de Santa
Mónica crearon maravillas con azúcar, almendra, yemas de huevo, canela y
vainilla: jamoncillos de pepita, rosquillas, gorditas, charamuscas, trompadas,
yemas reales, polvorones, mazapanes, muéganos, alfajore, tamales cernidos y
rompope.
A las carmelitas les daba más por
lo salado, pero sobresalían en la elaboración de los alfajores de luz y el
dulce del cielo.
Las monjas franciscanas de Santa
Roda de Viterbo, en Querétaro, fueron célebres por sus puchas en forma de
concha con anís de colores, ideales para sopear el chocolate. En el convento de
la cruz, en la misma ciudad, se elaboraban dulces de mazapán y cabello de
ángel, con los cuales se obsequió al emperador Maximiliano a su llegada a
México.
En Yucatán, las monjas como las
abadesas Sor catalina Peón y Sor Soledad Muñoz, de la orden de Santa Clara,
dirigieron fábricas de dulces y las pupilas de los conventos pusieron negocios
donde preparaban lo aprendido: anises, ponteduros y mazapanes. Entre el punto
de bola de la miel, la cristalización de la fruta el endurecimiento de la
jalea, la fritura del buñuelo y el esculpido del mazapán.
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