jueves, 24 de enero de 2013



IMPORTANCIA DE LOS CONVENTOS EN LA CONFITERÍA MEXICANA.

Eran tiempos de la colonia, el mestizaje del país se cocinaba en todos los ámbitos: el lenguaje, los edificios, la taza urbana, los rituales religiosos, la descendencia. Convivían españoles, criollos, mestizos, indios y esclavos negros. Pero donde el mestizaje se practicaba cotidianamente era en el fogón, allí donde los productos del viejo continente y los de América forzosamente convergían en el afán de crear algún platillo a semejanza de las tradiciones españolas, o con la inventiva que los sabores, los colores y el legado prehispánico de esa latitud más tropical proveían. Comer era asunto de todos los días así que en el fogón de las familias acomodadas y en el de los conventos, donde las mujeres españolas, criollas, negras e indias concurrían nació la cocina mexicana, mestiza por definición, pródiga e imaginativa por geografía y desesperación.
Fue en los conventos donde la dulcería mexicana se acunó, con el arrullo de los rezos y cantos; en el frescor del recinto, entre hábitos carmelitas, dominicos, teresianos, jerónimos. Con metate y mortero, molcajete y batidor, se creó el mosaico colorido y dulce, acompañado del asombro  por la química de los procesos y la búsqueda de formas, colores y sabores. Razones hay muchas; era necesario que aquellas 15 fundaciones religiosas, que existían a mediados del siglo XVII en la capital del virreinato, encontraran maneras de retribuir a los benefactores o de vender sus productos para el mantenimiento  de los recintos y de las 1,000 mujeres enclaustradas que el ellos vivían. Por eso la dulcería, una forma de alago, encontró un espacio para su desarrollo pleno en la paz conventual. Tal vez fue en el espacio conventual, en el que el mestizaje de pieles no era posible, donde las religiosas encontraron otra forma de signar su descendencia: el dulce.
La población femenina de los conventos tenía una estratificación particular, ya que por cada monja había de tres a cinco esclavas o criadas. Considerando esta organización por clases, es de suponer que el dulce haya nacido de la conjunción de la procedencia europea de los recetarios, las tradiciones españolas y los conocimientos de las indias y esclavas negras o mulatas, ya sea en la cocina particular de cada celda o en el espacio común.
La dulcería es una de las formas del barroco mexicano: sus expresiones caprichosas, la exaltación de forma y sabor, la vitalidad de un amplio repertorio nacido en geografía asiática y renovado con los frutos y las espacias mexicanas.
El apogeo del dulce mexicano en Europa marca el arranque del dulce mexicano, que habrá de naturalizarse, excederse, deleitar con sus diversas presentaciones y ser el precursor del dulce regional del México actual. Sin la caña de azúcar que los europeos trajeron a América, que a su vez los árabes habían introducido en territorio ibérico desde la India, no hubiera sido posible obtener el azúcar, cuyo modo de extracción también era técnica árabe. El azúcar es el ingrediente primerísimo de la dulcería y del carácter de esta palabra.
El chocolate también tuvo un papel muy importante de la cocina conventual ya que durante la colonia, el consumo del chocolate fue una verdadera pasión “que llegó a comprometer la conducta de los católicos ante la autoridad eclesiástica”. En algunos conventos se prohibió o racionó su consumo; en otros, las religiosas dieron muestra de maestría chocolatera. Las mujeres lo bebían durante los oficios de la iglesia. En Chiapas, se cuenta que el obispo detractor del chocolate que se servía durante el oficio religioso murió envenenado en su casa.
Con la llegada de ingredientes, técnicas y gustos culinarios, se importaron maneras y enseres para equipar la cocina y satisfacer las necesidades de los españoles. La cocina se tapizó de mosaico de talavera; se colgaron los cazos de barro, los de cobre o hierro y los cedazos.
Hacia 1717 , la cocina del convento dominico de santa Rosa de Puebla, donde se inventó el mole, contaba con fogones de calicanto, a cuyo constado estaba una pila de agua dulce corriente y el bajo de azulejos proveía de agua caliente y fría.
El convento agustino de Santa Mónica , también en Puebla, el fogón de la cocina, del siglo XVII era semicircular con cinco hornillas y estaba separado del muro y forrado de azulejos blancos y azules.
La inventiva dulcera fue en gran medida prueba y error, observación de la mudanza de ciertas propiedades de los ingredientes: el azúcar que en el agua se volvía líquida y con en fogón se caramelizaba; las claras de huevo que se esponjaban con el aire, o las yemas que liaban y barnizaban.
En el siglo XVI, la fabricación del dulce mexicano corría a cargo, principalmente de los conventos de monjas que necesitaban sufragar sus gastos. Los conventos urbanos no eran autosuficientes. El dinero de los conventos provenía en parte de las dotes de las monjas, del donativo de los patronos y de los objetos piadosos o especialidades culinarias de las religiosas. Otra forma en que las monjas se hacían de ingresos era a través de la educación de niñas y jovencitas de familias acomodadas.
El cronista Carlos Zolla nos explica que la factura y el consumo de productos hechos con azúcar estaban directamente relacionados con el papel social de las monjas, relegadas al ámbito de la cocina, pese a que su pertenencia al convento las colocaba en una posición superior frente al resto de las mujeres, con excepción de quienes habitaban la corteo pertenecían a familias encumbradas. Sin embargo, a través del dulce las monjas podían estar muy cerca de las esferas del poder.
CATÁLOGO DULCERO.
Josefina Muriel, estudiosa de la cocina conventual, refiere las especialidades de diversas órdenes y regiones: Las monjas de la Concepción hacían ricas empanadas; las de San Bernardo, toda clase de dulces y conservas, además de confeccionar bizcochos; las de la Encarnación eran especialistas en chicha y miel rosada; el convento de San Jerónimo tenía los calabazates por especialidad; en San Lorenzo se distinguían por sus alfeñiques y caramelos; En Santa Catarina se hicieron toda clase de dulces y empanadas. Eran reconocidas las jaleas de las bernardinas, las mermeladas de Balvaneras y los Buñuelos de San José de Gracia. Las monjas de Santa Teresa eran famosas por sus panes rosas o marquesotes, y las capuchinas de Nuestra Señora de Guadalupe, por el más rico chocolate de la ciudad.
Puebla se lleva las palmas entre las monjas dulceras. Allí se elaboró el turrón amarillo y la leche de mamey. Fue en Puebla donde, con la pasta almendrada de los mazapanes, se moldearon frutas en miniatura. Fueron famosos los tamales cernidos de Santa Mónica, así como las yemas reales, los alfajores, las rosquillas de almendras, los polvorones y jamoncillos, los guisados de pasas, los camotes y los dulces de las  clarisas. Se cuenta que en Santa Clara se inventaron los famosos camotes cuando María Josefa quiso alagar a sus padres enviándoles a Paseo aquellos tubérculos a los que hubo que idear una manera de conservarlos para el viaje. Las cajetas de las clarisas  tenían gran demanda pública.
En Puebla, las agustinas de Santa Mónica crearon maravillas con azúcar, almendra, yemas de huevo, canela y vainilla: jamoncillos de pepita, rosquillas, gorditas, charamuscas, trompadas, yemas reales, polvorones, mazapanes, muéganos, alfajore, tamales cernidos y rompope.
A las carmelitas les daba más por lo salado, pero sobresalían en la elaboración de los alfajores de luz y el dulce del cielo.
Las monjas franciscanas de Santa Roda de Viterbo, en Querétaro, fueron célebres por sus puchas en forma de concha con anís de colores, ideales para sopear el chocolate. En el convento de la cruz, en la misma ciudad, se elaboraban dulces de mazapán y cabello de ángel, con los cuales se obsequió al emperador Maximiliano a su llegada a México.
En Yucatán, las monjas como las abadesas Sor catalina Peón y Sor Soledad Muñoz, de la orden de Santa Clara, dirigieron fábricas de dulces y las pupilas de los conventos pusieron negocios donde preparaban lo aprendido: anises, ponteduros y mazapanes. Entre el punto de bola de la miel, la cristalización de la fruta el endurecimiento de la jalea, la fritura del buñuelo y el esculpido del mazapán.



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